6.12.08

EL VELORIO DE FEDERICO: UN CUENTO DE ESTEBAN DEL CARPIO ZÚÑIGA

Autor: Esteban del Carpio Zúñiga.
EL VELORIO DE FEDERICO

A la muerte de Federico, ninguno de la familia pensó que ésta atraería a tantas personas desconocidas a la casa. (Por lo regular, en los velorios celebrados —si es que la palabra cabe a este tipo de ritos—, desde que tengo uso de conciencia, sólo se acomodaban los dos muebles grandes de la sala del abuelo y unas cuantas sillas de la cocina, que, por lo regular, eran quitadas y devueltas a medida que llegaban o se marchaban los amigos o conocidos).

Digo que el velorio de Federico causó impresiones extrañas en todos nosotros, sobre todo en mi madre y en mi abuela, pues nosotros casi no sabíamos nada de su vida ni de sus aficiones; su muerte, por así decirlo, fue tan rápida que aún no nos acostumbrábamos a que nunca más lo volveríamos a ignorar de esa manera tan impersonal con que los familiares dejan de recordar. Impresiones extrañas, no tanto por la cantidad, —aunque a decir verdad nuestra casa nunca estuvo tan llena—, si no por la diversidad inusitada de gente que se estrechaba las manos en nuestra sala. Yo, el menor, me refugiaba detrás de una cortina blanca que olía a clavo de olor, y por ello me percaté que detrás de mí descansaba sobre una maceta vieja un ficus que, recuerdo, Federico plantó antes de irse a la selva. Ahora, el pequeño arbusto, carente de vida, en sus ramas resecas soporta los miembros de las muñecas descuartizadas de Candy que cuelgan sujetadas a unas pitas con las cuales las amarro.

De inmediato pensé en Federico y su decisión de irse a la selva. Pero su pequeño arbolito me traía recuerdos de ceremonias oscuras en donde bellas jóvenes eran descuartizadas. Como que el alma de Federico era un poco como ese árbol, se había secado por falta de amor y una multitud de personas deshechas estaban en la sala, no para reclamarle algo ni para recordarlo, sino porque a través de pequeños hilos sus vidas se suspendían de él. De pronto se veían rostros que no decían nada, que no expresaban un sentimiento relacionado a algo: ojos impávidos contorneados por los colores del maquillaje, mejillas hundidas provocadoras de un agujero oscuro. Un agujero que el propio Federico abrazó pero en el que, sin embargo, se sentía extraño.

Su homosexualidad hirió a la familia de una forma extraña; y no por el honor, que de eso carecíamos demasiado y no nos importaba carecerlo un poco más, sino por lo inusitado de su cambio, ese cambio repentino que nos hizo desconocerlo y lo incitó a abandonar su mundo; o lo que nosotros le podíamos brindar del nuestro. Fue a los pocos días de su partida, que —mientras mi mamá consolando a Yesenia en la cocina con el calor de las tasas de café por la partida inexplicable de Federico y mi padre leyendo en su cuarto el periódico ensuciándose la camisa con la colilla del cigarrillo que lo mantenía inmóvil porque algo tenia que llevar en la boca, y no por el placer de fumar, sino por el tedio de no tener que decir una palabra—, Candy contestó el teléfono y me llamó despacio para decirme al oído que Federico quería hablar con nosotros, sólo con los dos, efectivamente. Hasta ese momento, viendo los rostros informes de los concurrentes al velorio, fue cuando me di cuenta por qué es que Federico llamo sólo para hablar con nosotros y no con mis padres o con Yesenia siendo tan sencillo, aunque sea, decirles unas palabras de despedida.

Nos llamo porque nos quería. Y si todos esos hombres-señoritas no se movían de sus asientos era porque algo similar los unía a mi hermano, pensé, en esa precariedad en las cuales uno se encuentra cuando algo se tiene que deliberar en el más corto tiempo posible. Todos aquellos hombres contagiados de sida, algunos en la etapa terminal de su mal, reflejaban en su rostro que algo se les iba con mi hermano; y eso era su propia vida, como si estuvieran asistiendo a su propia muerte y fuera necesario hacerle recordar al otro que aún seguían teniendo algo de humanos, pues era esa débil convicción lo que les permitía mirarse mutuamente y poder brindarse, mutuamente también, un proyecto fallido de sonrisa, como una mueca grotesca de lo que estaban viviendo y sentirse en ese momento unidos en su dolor.

Lentamente se fueron marchando los concurrentes y, lentamente también, fui saliendo de mi escondite a ver qué sucedía a los alrededores de la casa. En el jardín se servia ponche y cuando mi madre me vio se sorprendió de que siguiera despierto. Estaba amaneciendo y todos compartían alrededor de una mesa rectangular. Mi padre se levanto de su silla, triste, como siempre, y acercándose me llevo de la mano hacia la palizada trasera de la casa que colindaba con un pequeño bosque plagado de madre selvas y muérdagos que parasitaban los manzanos y los pinos.

—Esta palizada la hice con tu hermano antes que tú nacieras —me dijo sin mirarme, como si no importara mi presencia, sino, sólo para que él tuviera la excusa de decir algo.

La toqué, tenía una superficie porosa, como hidratada.

—Tu hermano era fuerte —prosiguió, buscando en sus bolsillos algo, un regalo pensé; pero de inmediato lo vi levantar un cigarrillo y llevárselo a la boca. No lo prendió, él esperaba también que yo dijera algo. Pero ante mi silencio optó por marcharse.

A los días del velorio saqué la maceta con el ficus que Federico me encomendó en su llamada telefónica y lo planté en el pequeño bosque, deseando que los muérdagos lo invadan, sabiendo, muy en lo hondo, que para eso era necesario que estuviera vivo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

me parese un buen cuento
nos hace conoser lo mitrones que somos

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