21.4.09

LOS POETAS VAN Y VIENEN DEL INFIERNO: EL GRANUJA DE LAUTRÈAMONT


Por Darwin Bedoya

Los libros, esos artefactos malignos, nos hacen conocer a los poetas, los dejan en nuestras mentes como tatuados en granito y con forma de verso. Y ahí están para siempre. Pero ellos van y vienen del infierno. La hora no importa, el día, menos. Pero siempre están, y si al poco rato se van, lo más seguro es que volverán. Este es por ejemplo el caso del granuja de Issidore Ducasse, poeta francés más citado y nominado como el Conde de Lautrèamont. Nació en Montevideo un 4 de abril de 1846, es decir, en este instante estaríamos tomándonos unos tragos con él y estaría cumpliendo nada más, nada menos que 163 añitos. Y la locura hubiese continuado como una enfermedad. El poeta es un ser esencialmente inadaptado, solo, abandonado a su suerte, especie de raza maldita y proscrita a través de los siglos. Su trabajo es oscuro, secreto, subterráneo, no expuesto a leyes de mercado, y por lo tanto no comercial.

Lautrèamont fue un extranjero en todas partes, ajeno a cualquier clasificación en cuanto a su obra, viene del goticismo morboso de Sade, Poe y Blake pero entronca con Baudelaire, aunque muchos juran que también fue un extranjero en las corrientes literarias: llegó demasiado tarde y demasiado temprano. Estuvo antes del parnasianismo y antes del simbolismo y también después. Poetizó el mal y el dolor. Para inclinar el espíritu asqueado de sufrimiento a la insaciable sed de Bien. Espíritu hiperlúcido, ¿a qué bien podía cantar? Rodeado por el mal, encontró en los brillos y placeres del mismo un cauce para llegar a desear más auténticamente el bien. Creo que la poesía en Lautrèamont no tuvo una simple esencia, nada en ella, en su poesía, se encuentra a salvo de la excepción, salvo la excepción misma. Cada cosa, cada poema y cada idea tienen su poema. La labor del poeta es siempre interminable; un laberinto en que a la vez que se busca la salida hay que ir describiendo las paredes. Lautrèamont hizo eso, pero tuvo un inminente estado de desasosiego. Detrás de él había un dolor y una pena que lo volvía loco, pero fue capaz de armonizar el símbolo y la música para crear una de las poéticas más grandes que abrirían las puertas del siglo XX.

Ahora me pregunto, ¿Hubiera sido Balzac más sutil, Poe más opresivo o Proust más amante de las magdalenas de haber poseído menos germen de locura? ¿Y Joyce menos complejo, Cortázar menos cronopio o Keats menos fantasmagórico y envolvente de haber poseído más de ese traído y llevado germen? ¿Hubiera sido Oquendo más intenso y lírico? ¿Baudelaire hubiera sido más loco? El mismo Lautrèamont ¿hubiera sido más perverso y cruel que Rimbaud? ¿Y con Borges, Saramago, Queneau o el mismísimo Shakespeare? ¿Qué decidimos? Quevedo, Quiroga, Kafka o Dostoievski ¿habrían dado la misma luz a nuestro entendimiento, de haber sido sensatos? ¿Y a Rilke o Whitman, a Churata o Vallejo qué les llevó a escribir la gloria, la locura o la lucidez que usaron en sus obras? Coleridge reclama para la poesía «la facultad para evocar el misterio de las cosas». Mientras que para Novalis, si la poesía es capaz de crear vida lo es a condición de recuperar el poder dinámico y mágico del lenguaje, del Verbo. Algo como lo que pretendía Valle Inclán: «una palabra que encierre un poder cabalístico». Para el fino espíritu intuitivo de Lautrèamont la poesía era combinar ciertos símbolos y ponerle toda la música, un poco de Ravel, un poco de Debussy un poco de él mismo. Y más locura que lucidez o una grande lucidez disfrazada de locura.

«Les chants de Maldoror», sin duda es uno de los textos que deberíamos volver a leer, allí está el anonimato y el nombre escrito, el gran anonimato de las putas, las más exquisitas putas jamás vistas. También están los mendigos y, sobre todo, los locos. Están los grandes rostros del bien y el mal. La gloria y la destrucción, la vida y la muerte con todas sus formas. Está la poesía y la música, la forma más elocuente del silencio. ¿Y el poeta? También está el poeta, aunque a esta hora nadie quiere tomarse un trago con él, nadie le cubre las espaldas, está solo, solo y herido de muerte, solo y desgastado e infinitamente solo. Pero vivo, vivo. Vivo y volviendo del infierno. Se quedará unos días. ¿Quién repartirá su corazón a los viandantes? ¿Quién publicará su sonrisa en papel Japón para que esté menos solo? Entonces, solo entonces, abriremos estos poemas como alas de ave blanca, no importa si paloma o cuervo, pero ave. Entonces le miraremos a los ojos y le diremos: «estás vivo, vamos, nosotros abrazaremos tu sangre, incluso más fuerte que a tu misma sombra, nosotros derramaremos la luz de tu mirada por el mundo. Y tendrás que ser, a pesar de todo, a pesar de ti mismo y de aquellos que te odian, porque estás esparcido en el eco de las noches desgarradas, y ellas, no te olvidarán jamás.» Y él ya no pensará con el frío de sus sienes blanquecinas: «Nadie ha visto todavía las verdes arrugas de mi frente; ni los salientes huesos de mi demacrado rostro parecidos a las espinas de un gran pez». «No reneguéis la inmortalidad del alma; Hay que saber arrancar bellezas literarias hasta en el seno de la muerte, pero esas bellezas no pertenecen a la muerte. La muerte no es más que la causa ocasional». «Tomemos de nuevo el hilo indestructible de la poesía impersonal…»

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