24.3.10

MAÑANA SE REALIZA LA ENTREGA DEL MANUSCRITO DE “EL SABER DE LAS ROSAS” DE ENRIQUE VERÁSTEGUI EN EL BAR ZELA


EL HALLAZGO DE “EL SABER DE LAS ROSAS” DE ENRIQUE VERÁSTEGUI.‏


Por Gabriel Ruiz Ortega

Tarde del domingo 11.

Bebía una Coca Cola helada. Acababa de leer una novela impresionante: LOS SUDARIOS NO TIENEN BOLSILLOS, de Horace McCoy. Cogí mi bloc de notas para escribir mis primeras impresiones. “¿Cómo es posible que durante tanto tiempo no haya tenido idea de un tremendo escritor como McCoy?”, me pregunté entre dientes.

Ni siquiera logré darle forma a la primera letra, cuando me avisan que tenía visitas.

Era Richi Lakra.

Almorzamos y nos pusimos a ver un partido del fútbol argentino. Jugaba River Plate.

—Oe, Gabriel —dijo Richi.

—Dime.

—¿Has escuchado de un libro que se le perdió al zambo Verástegui, EL SABER DE LAS ROSAS?

—Bueno, algo he escuchado. Aunque no sé bien de qué va. ¿Es un poemario?

—Algo así.

Ingresé a Google y digité “Zambo Verástegui Libro Perdido”.

No encontré nada del otro mundo, solo la extensa biografía del poeta en Wikipedia. Así es que afiné la búsqueda: “Enrique Verástegui El saber de las rosas”.

Y hallé algo.

—¿Qué hay con ese libro?

—Doc, esto es un notición. Un pata lo ha encontrado.

Todo aquel familiarizado con el espíritu Dadá del ambiente literario limeño, conoce al detalle la leyenda oscura sobre cierto libro perdido de Verástegui.

En lo hallado en Internet leí una declaración muy sentida del poeta. Este se apenaba por la demora de la publicación de su libro EL SABER DE LAS ROSAS, al que le había dedicado muchos años de su vida.

Nunca he tenido la más mínima duda de que Verástegui es una de las voces poéticas más fecundas y libres del imaginario lírico hispanoamericano contemporáneo. Así sean publicaciones mayores o menores, jamás ha dejado de concitar la atención de la crítica. Un ejemplo más o menos reciente: su irregular poemario TEORÍA DE LOS CAMBIOS fue elegido como el mejor del 2009.

Sólo los mezquinos pueden restarle importancia a esta máquina creativa en constante producción. Con cada libro publicado, Verástegui se almuerza a todos sus detractores, a todos esos poetas que ya quisieran tener al menos la vigésima parte de su inmensurable voltaje poético. Y como no pueden igualarlo, se dedican a lo más fácil: a denigrarlo a punta de prejuicios nutridos de estupidez y sentimientos menores.

—A ver, cuéntame la historia —le dije a Richi.

—Ya, Doc, pero antes, un cafecito con azúcar.

Me puse de pie y preparé un cafecito con seis cucharaditas de azúcar.

Richi me detalló la historia.

Soy un fervoroso creyente del azar, de las epifanías de la vida, de los instantes irracionales capaces de cambiarte la visión de tu futuro inmediato. Eso me ocurre cada vez que releo EL PALACIO DE LA LUNA, de Paul Auster. Está muy bien para experimentarlo en las ramas de la ficción, no en la ordinaria realidad.

—Richi. Yo te aprecio. Muchos patas me dicen que no sea tu pata. Pero perdóname: no te creo ni mierda —le dije.

Richi me miró fíjamente.

—Lo que me acabas de relatar parece el argumento de un cuento. Te puedo aceptar una coincidencia, pero no una cadena de casualidades.

Richi terminó su café. Se puso de pie. Pensé que esa sería la última conversa que tendría con él.

—Mañana lunes te buscaré a las 10 de la mañana y te llevaré donde el pata que encontró el libro del zambo.

—No jodas, a esa hora estoy durmiendo. ¿No puede ser en la tarde?

—No.

—¿Por qué?

—Porque en las tardes asaltan y asesinan a las personas.

Mañana del lunes 12.

Richi llegó puntual y nos dirigimos a La Parada. La persona que había dado con el libro perdido de Verástegui tiene su puesto de venta de libros frente al local de Las Misioneras de La Caridad, en donde se hospedó La Madre Teresa de Calcuta en su única visita al Perú, hace muchísimos años.

Obviamente, se trata de un lugar peligroso, en el que la mejor manera de moverse es mostrando rostro relajado y andar pausado. Me sentía relativamente tranquilo ya que Richi conoce bien esos recovecos que muy pocas veces he pisado, pese a vivir en La Victoria.

Al llegar a nuestro destino, Richi me presentó al librero, poeta e integrante de Los poetas del asfalto Ángel Izquierdo Duclós. Tipo de estatura baja y mirada profunda. Tuve la sensación de estar ante una buena persona.

Como no había dormido, aproveché la madrugada para contactarme con algunos conocidos dedicados a la compra y venta de primeras ediciones y manuscritos originales de escritores relevantes. Mandé cuatro mails preguntando por el precio que pagarían por un manuscrito de Enrique Verástegui. Dos de ellos, argentinos conocedores, me dijeron que por tratarse de Verástegui, “el hacedor de la maravilla EN LOS EXTRAMUROS DEL MUNDO”, un coleccionista desembolsaría no menos de cinco mil dólares.

No lo hice porque tuviera la intención de hacerme con el manuscrito y gestionar una posible venta por mi cuenta, sino porque me picó la curiosidad por saber cuánto estarían dispuestos a ofrecer. Además, Richi, la tarde anterior, me había dicho que la persona que encontró el manuscrito llegó a recibir irresistibles propuestas de compra, las cuales rechazó sin más.

—No me llames Ángel. Llámame Angelito —me dijo Ángel Izquierdo Duclós.

—Bueno, Angelito. Me gustaría ver EL SABER DE LAS ROSAS.

—Que primero cuente cómo encontró el libro —dijo Richi.

Como toda persona dedicada al negocio de venta de libros de segunda mano, Angelito siempre está atento a la llegada de material para comprar; se compra al peso, no hay tiempo para buscar y elegir, puesto que él no es el único que negocia con los tricicleros que arriban a esa zona de La Parada. Tiene que lidiar con los sabuesos de los fenicios culturales dispuestos a comprar esas bibliotecas rodantes que se abren paso cuatro veces por semana; muchos de esos libros van a parar a bibliotecas particulares, a los stands de Amazonas, a las librerías de viejo y a las manos de vendedores, que no quieren ensuciarse el calzado, que se pavonean de sus selectas carteras de clientes.

Angelito no se encuentra en condiciones de competir contra los que desde el saque ofrecen mil soles. Aunque sea difícil de creer, comprar al peso puede generar muchísimo dinero. Algunos de estos sabuesos han ubicado una primera edición de Trilce entre añejos ejemplares de la revista Gente, o lo que es increíble: documentos oficiales de la declaración de independencia.

En una soleada tarde de fines de febrero, Angelito se encontraba barriendo la vereda que da entrada a su puesto, lo hacía como todos los días: silbando, y de paso observaba a dos cargadores que se peleaban por el último cupo para descargar un camión que venía de Chimbote trayendo cebollas.

Con la vereda ya limpia, el librero divisó la llegada del triciclero Jacinto Campoy. Al librero le pareció extraña la aparición de este personaje porque no suele frecuentar La Parada en verano.

—¿Qué haces por acá? —pregunta saludando Angelito.

—He venido a hacer una jugada —contesta el triciclero, palmoteando el costado del montículo de libros y papeles.

—Pero a esta hora no hay nadie —dice el librero.

—Me han dicho para hoy jueves, tres de la tarde.

Angelito no puede contener la risa.

—Hoy estamos martes, Jacinto. ¿Qué pasa? ¿Has vuelto al trago?

—Conchesumare.

—Por las huevas has venido, a esta hora el negocio está en muere.

—Conchesumare. Por las huevas me he venido de Breña arrastrando esta huevada.

—A ver, a ver —dice Angelito.

Jacinto Campoy no permitió que Angelito examinará el material de su venta frustrada; solo podía ver los papeles y revistas ubicados en la parte izquierda del triciclo, las que consideraba de poco valor y que provenían de una casita de Breña. El dueño de la casita, un triciclero anciano, le había chismeado a Jacinto Campoy que esas revistas y papeles los había comprado en sus incursiones por los distritos de Chorrillos, Miraflores y San Isidro. “Tú sabes, la gente se deshace de estas huevadas, ocupan mucho espacio”.

Angelito rebuscó en la parte permitida por Jacinto. No había nada que le pudiera interesar, hasta que vio una edición de Periolibros de Hora Zero.

Angelito, el librero con alma de niño, no pudo contener la alegría. Es un admirador de Jorge Pimentel, Tulio Mora, Juan Ramírez Ruiz, Manuel Morales y Enrique Verástegui. Ergo: un hincha de Hora Zero.

—Jacinto, me llevo esto.

—No, Angelito, así no jugamos. Dame para los taxis, los tragos y los chifas y te llevas estas huevadas. No voy a regresarme sin nada, arrastrando esta huevada. A treinta soles, hermano. Que muera el payaso.

Angelito compró ese pequeño lote, el cual a las justas logró acomodar en su puesto.

En la noche, Angelito se acostó tarde. Leyó una y otra vez la edición de Periolibros de Hora Zero.

Al día siguiente, comenzó a seleccionar el resto de lo comprado a Jacinto. Apartó las revistas y se concentró en los papeles. Los nombres le eran conocidos.

Un folder manila llamó su atención, lo abrió:

Enrique Verástegui. EL SABER DE LAS ROSAS.

Metió en su mochila el manuscrito.

Horas después, Angelito comía un pan con chicharrón en el Queirolo de Quilca. Se encontraba confundido. Prendió su Nextel y llamó a Luis “El primo” Mujica.

—Oye, ven al Queirolo. Llévame a Internet, que no sé usar eso.

El primo Mujica se encontraba cerca y no demoró en llegar al Queirolo. Fueron a una cabina de Internet, en la calle Caylloma, dedicaron quince frenéticos minutos a buscar todo lo relacionado a la extensa bibliografía de Enrique Verástegui.

—Así fue Doc, así fue —me dijo Richi Lakra.

No podía creer lo que acababa de escuchar. Prendí otro cigarro. Miré a Ángel Izquierdo Duclós.

—¿Puedes enseñarme el manuscrito? —pregunté.

Debajo del mostrador sacó una bolsa de yute. Me entregó el manuscrito de Verástegui.

Revisé detenidamente el manuscrito, leí todo el índice de EL SABER DE LAS ROSAS. No era un poemario, como pensaba, sino un ambicioso ensayo sobre el quehacer poético. No tuve tiempo para ser más acucioso, ya que el ambiente se puso violento a causa de la llegada de un camión, lo cual había originado que más de cuarenta cargadores discutieran por quince cupos.

Con mucho cuidado saqué del bolsillo de mi jean la cámara digital. Tomar nueve fotos me demandó poco más de cuarenta minutos. El temor era entendible, no quería que después nos siguieran y asaltaran.

—Me contó Richi que te han querido comprar el manuscrito —le dije a Angelito.

—Sí, hermano, sí. Me lo han querido comprar. La situación está jodida.

—¿Y por qué no lo has vendido?

—Es que EL SABER DE LAS ROSAS no me pertenece. Le pertenece al poeta Enrique Verástegui.

Si Ángel Izquierdo Duclós fuera un fenicio cultural, hace rato hubiera vendido el manuscrito. Su honestidad me reconcilió con la vida.

Pensaba quedarme un rato más, pero las calles se pusieron mucho más movidas. En cinco minutos llegaron tres camiones más y no tardó en armarse una guerra sin cuartel por los cupos.

Nos despedimos de Angelito.

Al llegar a casa descargué las fotos y se las envié a Richi. Como tenía que hacer unos trámites burocráticos, estuve fuera casi todo el día. Ya en la noche, revisé los correos electrónicos que recibí. Uno de ellos era de Richi, que me reenvío un peculiar intercambio emiliar con Enrique Verástegui, quien le confirmaba que las fotos adjuntadas de su manuscrito correspondían efectivamente al libro que creía perdido y que tanto tiempo le demandó escribir.

La entrega del manuscrito de EL SABER DE LAS ROSAS a Enrique Verástegui, se realizará el jueves 25 en el Bar Zela.


*En la foto: Ángel Izquierdo Duclós y Richi Lakra. Imagen y texto tomados del blog La fortaleza de la soledad.

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