12.9.10

REYNOSO: LA VIDA INTENSA


Por Roberto Santander

No son sólo adolescentes, amigos del barrio, compañeros de pandilla y aventuras, ansiosos, precoces, algo brutos y deslenguados. Más bien se trata de los niños de siempre, esos que utilizan un lenguaje privado que, poco a poco, va perdiendo espacio, hasta verse dominado por ese otro lenguaje, el que se impone, el de “los grandes”, el de la convención social. Pero aún no llegamos a ese momento; estamos en la ciudad de Lima, en las páginas de Los Inocentes, libro del escritor peruano Oswaldo Reynoso, conociendo a Cara de Ángel, a Colorete, a Rosquita, a Carambola. Ellos están en su barrio, peleando, tramando algún plan, siendo crueles, siendo ellos, observando una ciudad que recién comienza a dar sus indicios de violencia y subordinación. Y a veces son ellos quienes nos cuentan, con una voz veloz que pasa sobre las cosas y los hechos sin detenerse en estructuras y detalles, y en otras ocasiones es otro; y todos es sospecha y todos compiten, y el lenguaje es tránsito y hay una carencia que lo rodea todo.

La idea es no escribir sobre jóvenes, porque ya conocemos el resultado. El plan es explorar la tensión de esa obligación social, esa tensión de fuerza y poder que algunos llaman convertirse en hombre. Porque los relatos de Reynoso filtran el detalle preciso: esa imposición de demostrar lo que somos a través de nuestra fuerza. El deseo de ser más, de competir, de ocultar cualquier sospechosa, de mentir si es necesario.

Siempre he sido un tonto. Siempre he querido ser hombre. Pero siempre he fracasado. Tengo miedo de ser cobarde. […] Si uno quiere tener amigos y gilas hay que ser valiente, pendejo. Hay que saber fumar, chupar, jugar, robar, faltar al colegio, sacar plata a maricones y acostarse con putas. He intentado todo, pero siempre quedo a la mitad…

Los personajes de Los Inocentes padecen esa obligación, con la condena de desenvolverse en una sociedad que impone ciertos patrones de conducta. Estos patrones, siempre ligados a una dominación genérica impuesta por la tradición, no conocen de debilidad. Cualquier gesto que no evoque el patrón de lo que la convención llama conducta masculina, amerita un rechazo por parte de la comunidad. Es ahí donde toda pulsión sexual que contradiga lo que la tradición y sus campos de poder han llamado como normalidad, debe ser silenciada si no queremos sufrir las consecuencias de contradecir lo “correcto”. En Los Inocentes es ésa una de las primeras aproximaciones a la experiencia del secreto. Callar, guardar. No decir lo que sientes. Eso no lo hacen los hombres como nosotros.

Le gusta el olor de mi cuerpo, piensa Cara de Ángel.

Gran parte de esos años y esas vidas que recorre el libro de Reynoso están ligados al acto del silencio. Hablar es correr el riesgo de imponer un punto de vista, y, lo sabemos, la tradición no está interesada en conocer lo que piensas. No hay que mostrarse mucho. Estar al margen, seguir esa corriente, sumarse a la adolescencia bruta, a esa adolescencia que fue nuestra también. El Príncipe, cuando está en la comisaría, en el segundo cuento de Los Inocentes, lo sabe: si te preguntan, no contestes. Habla lo justo. Los policías quieren saber la verdad, tus amigos quieren conocer la historia. Esa historia que te cargará de respeto entre tus pares. Cuando estés frente a ellos, cuéntales. Y exagera, siempre exagera. La autoridad y sus códigos, no valoran ese ejercicio. No soportan no saber, no soportan sentirse excluidos, no soportan que exista algo que los deje fuera.

Siempre están los que dan consejo; los que anuncian un secreto que, de guardarlo y considerarlo, propone un camino de éxito. Pero en Los Inocentes los códigos son otros. La vida adulta no sólo está llena de prejuicios, también esconde el vicio y ocio de una ciudad que aparece entre las páginas como un lugar que pesa demasiado.

Cuando la vida te golpee, comprenderás que todos los hombres que vivimos “intensamente” guardamos un secreto. Puede ser una mujer o tal vez… no sé. Pero lo guardamos aquí, Carambola, en el corazón. Y hay días que el corazón pesa demasiado y parece que reventara y entonces hay que liberarse y se juega y se toma hasta quedar borrachos.

Y los muchachos viven entre ellos, poniendo cara de malo para que no se los lleve la policía. Imitando gestos de los mayores; apropiándose de un lenguaje ajeno para poder vivir en la sociedad que los rodea y de la que también son parte. Se trata de ir perdiendo esa inocencia para desembocar en una apatía. Van acostumbrándose a que la niña que les gusta se vaya con otro, a que el calor que sentían cuando su amigo se acercaba es mejor callarlo y nunca confesarlo, a que algunas cosas se cumplen y muchas quedan en el camino.

Oswaldo Reynoso no sólo se apropia de un espacio, también da con el lenguaje. Articula personajes que padecen la brutalidad de ciertas edades, pero también los convierte en protagonistas de la injusticia. Su escritura anuncia, convierte, entrega el tono preciso de sorpresa, para ajustarse, en otras ocasiones, a lo opaco y cruel de lo rutinario. No salva a nadie. No obstante, tampoco condena. Promete, pero sabe que no va a cumplir. Lo sabemos todos.


* Tomado del blog La periódica revisión dominical.

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