6.10.10

WITOLD GOMBROWICZ Y CECILIA BENEDIT DE DEBENEDETTI


Por Juan Carlos Gómez

“Precisamente en la casa de los Berni conocí a Cecilia Debenedetti en su casa de avenida Alvear donde hacía reuniones con un grupo de personas bohemias. Cecilia vivía dentro de una especie de halo brumoso: conmovida, embriagada, espantada por la vida, se despertaba de un sueño para sumirse en otro sueño aún más fantástico, luchando a la manera de Charles Chaplin con la substancia misma de la existencia… no, era incapaz de soportar el hecho de existir, se trataba de una mujer de cualidades eminentes y excepcionales, un alma muy noble de aristócrata”.

Gombrowicz había conocido a la Condesa en las recepciones que hacía en su casa de la avenida Alvear. Reuniones de bohemios, bailarines y chicas monísimas en las que Gombrowicz se recuerda siempre con una copa en la mano.

“¿Conoces a aquellas dos chicas de allí, de aquel rincón?; —Son hijas de la señora que está hablando con La Fleur. Te diré lo que cuentan de ella: se llevó dos chicos de la calle a un hotel; para excitarlos les puso una inyección…, pero uno de ellos tenía el corazón débil y se murió. ¡Ya puedes imaginarte! Una investigación, la policía…, pero estaba bien relacionada, echaron tierra sobre el asunto, ella se marchó un año a Montevideo”.

Los jóvenes eran para Gombrowicz víctimas propiciatorias de la muerte y del sexo en sus formas más intensas. El orden social descansaba sobre esos esclavos, que apenas adolescentes eran tomados por el cuello para el servicio militar, obligados a jurar obediencia ciega, preparados para matar y dejarse matar.

Gombrowicz consideraba a la juventud como un valor por debajo de los otros valores, sin embargo, también como un valor cruel que destruye a los otros valores, un valor que se bastaba a sí mismo, y hasta llega a decir que entre Dios y el joven se quedaba con el joven. Pero los jóvenes de sus narraciones, por lo general, están en apuros.

Cecilia era una dama de los tiempos de su prehistoria argentina, debería correr todavía mucha agua para que la Condesa, esa dama que había “resultado ser un báculo de virtudes y un calor de encantos, a pesar de la neurastenia que la perseguía”, le abriera paso a la resurrección de Gombrowicz apoyando la edición argentina de “Ferdydurke”.

Cuando a fines de 1945 Gombrowicz anuncia en el café Rex que va a regresar a la literatura con la traducción de “Ferdydurke”, sus amigos se proponen ayudarlo. Era preciso asegurarle la subsistencia para que se dedicara exclusivamente a la traducción.

“En lugar de buscar un mecenas habíamos tenido la idea de reunir a una docena de amigos de buena voluntad cuya contribución sería de cien pesos cada uno, lo que nos permitiría reunir mil doscientos pesos, o sea una subvención de trescientos pesos por mes. Se precisaba que no se trataba de un regalo sino de un préstamo, pues los cien pesos les serían devueltos a cada contribuyente cuando se cobraran los derechos de autor. Era una especie de fondo nacional para las artes… Pero en esta ocasión, como en tantas otras, la solución vino de parte de Cecilia Benedit de Debenedetti a quien Gombrowicz dedicó la edición argentina de ‘Ferdydurke’ […]”.

Cuando Gombrowicz traduce “Ferdydurke” al español, los miembros del comité de traducción se empiezan a entusiasmar, de este entusiasmo Gombrowicz deduce algo que anota en sus diarios mucho tiempo después.

“Era, pues, un libro universal. Era uno de esos pocos libros, poquísimos libros polacos capaces de conmover realmente a los lectores extranjeros de la mejor categoría. ¿Y en París? Me di cuenta de que la carrera mundial de ‘Ferdydurke’ no era algo que perteneciera sólo al dominio de los sueños, cosa que ya sabía de antes, pero se me había olvidado”.

Pero también hace una referencia a la indicación que le da a los lectores en el prefacio para que se toquen la oreja derecha, la izquierda o la nariz según fuera el sentimiento que les hubiera despertado el libro.

“Con esta ligereza, incluso frivolidad, introduje a ‘Ferdydurke’ en el mundo argentino; y lo hice así porque ante este segundo debut mi postura era aún más intransigente con respecto al lector y a su aceptación o su rechazo”.

En las vísperas de la aparición de “Ferdydurke” Gombrowicz se refiere a la Condesa en su casa de Salsipuedes pensando en millones de pesos.

“[…] estoy muy bien, en un lindo chalet con buena cocina y en compañía de la Condesa. Ocurre que mi estadía aquí puede ser muy fructuosa y la Condesa es tan amable conmigo que quiere presentarme a su prima que tiene dos millones y a varios otros miembros de su familia que suman alrededor de diez millones, pero tengo que mantener a toda costa mi prestigio y dignidad […] ¡Qué culta, qué inteligente, qué fina es esta mujer!”.

La Condesa estaba deslumbrada con Gombrowicz y posiblemente también algo enamorada.

“Nos veíamos a menudo en casa de los Berni; después Witold vino a nuestra casa. Quería que abriera un salón: —No sea perezosa, Cecilia, celebre reuniones intelectuales en su casa, la vida social es una obligación y no un placer […]”.

“A veces me invitaba al Rex y jugaba al ajedrez. Yo me quedaba sola sentada a una mesa esperándolo. Esperaba, esperaba… y cuando había terminado de jugar, me acompañaba a casa. En ocasiones, por la noche, íbamos a cenar al Sorrento de la calle Corrientes, y cenábamos tranquilamente, contentos de nosotros mismos. Era un gran amigo […]. En la calle Venezuela tenía colgado un cuadro que había pintado yo, era un desnudo colgado al revés, quizás trataba de disimular el hecho de que le había gustado.

En el banco polaco le hacía creer a los empleados que yo era una condesa (...)”.

“En mi casa de Salsipuedes, después de cenar, nos sentábamos en el porche a charlar. Durante aquellas largas veladas se hablaba de todo […]”.

“Cuando terminábamos de conversar se iba al garaje donde estaba su habitación, yo veía cómo se alejaba completamente solo. Todas las veces tenía la misma extraña impresión al verle la espalda, se repetía todas las noches. Siempre de espaldas alejándose completamente solo”.

Seis años después de la legendaria traducción de “Ferdydurke” Bondy lee esta versión argentina y escribe una nota, la primera aparecida en Europa Occidental después de la guerra, una nota que le va abriendo el camino a Gombrowicz para su entrada triunfal en París.

“Se trata de las aventuras de un hombre maduro, reintegrado por la fuerza a la adolescencia y a la escuela, que se convierte en objeto de diversas empresas de infantilización y de adultización. Publicaremos próximamente algunas páginas características con la esperanza de que los amantes de Jarry se alegrarán de descubrir a un Gombrowicz que, con una tradición eslava y gogoliana, payasesco, desafiante e irónico, crea una obra que llega a ser hasta genial, en todo caso de una sorprendente extrañeza”.

Bondy no le pierde pisada a Gombrowicz y sigue escribiendo sobre "Ferdydurke" hasta que, finalmente, la editorial Julliard le abre las puertas a un mundo que en Polonia y en la Argentina le había sido hostil.

El restaurante Sorrento, donde acostumbraba a comer con Cecilia, se convirtió para Gombrowicz en una especie de santuario gastronómico. Allí recibí enseñanzas sobre los modales de la mesa: el cuchillo sólo se utiliza si no se puede prescindir de él, nunca para una omelette, una tarta, con el tenedor alcanza; la cuchara debe ingresar de costado a la boca, nunca de punta; el caldo se debe absorber en silencio; no se deben tomar los alimentos con las manos; lo que ingresa a la boca no puede salir por la boca: —¿Y los carozos y las espinas?; —Arréglese, hay que sacarlos antes; jamás usar mondadientes y mucho menos llevarse una mano a la boca para ocultar las maniobras que se hacen con él.

Basta decir que Gombrowicz violaba una por una todas estas prohibiciones: —¿Qué hace, Gombrowicz? —Vea, Gómez, una vez que se sabe, está permitido.

Y es el Sorrento el que le da una idea sobre la que escribe un pasaje célebre en las páginas de los diarios en el que convierte a la comida en un mecanismo que baila al son de una música metafísica.

“A derecha e izquierda, burguesía. Las mujeres se meten en sus orificios bucales trozos de carne mortecina y mueven la bocacha —eso les pasa al esófago y después al aparato digestivo—, todo ello con cara de sacrificio, y de nuevo abren el orificio para llenarlo… Los hombre se valen de cuchillo y tenedor; entre otras cosas, sus pantorrillas embutidas en las perneras se nutren aprovechando el trabajo de los órganos digestivos… ¿sería francamente extraño abordar la actividad de la gente aquí reunida como la nutrición de las pantorrillas…? […]”.

“Pero el mecanismo de sus movimientos está fijado en los más mínimos detalles, todas estas operaciones están definidas y formadas desde hace siglos: alargar la mano para alcanzar el limón, untar los trocitos de pan, conversar entre dos tragos, llenar los vasos o servir los platos al margen de una conversación, con una sonrisa oblicua —una uniformidad de movimientos casi como en los conciertos de Brandeburgo—; se ve aquí la humanidad que se repite a sí misma sin descanso. La sala, rebosante de comilona, se manifiesta en una infinidad de variantes, como una figura de vals repetida por los bailarines; y la cara de esta sala concentrada en su eterna función era la cara de un pensador”.

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