22.10.10

WITOLD GOMBROWICZ Y MIHÁLY DÉS


Por Juan Carlos Gómez

El Porcus Hungaricus era el editor responsable, ésta es una manera de decir, de la revista “Lateral”, una publicación de la misma “terra mítica” del Orate Blaguer.

Cuando el Aceitoso nos puso en contacto el Porcus Hungaricus sufrió una transformación notoria y, aunque magiar, las cosas entre nosotros tampoco terminaron bien, como no lo habían terminado con el catalán, no podía ser de otra manera.

Este sombrío profesor de Literaturas Eslavas de la Universidad de Barcelona le pidió al Aceitoso que se pusiera en contacto conmigo después de la aparición de “Cartas a un amigo argentino” pues tenía interés en publicar parte del epistolario en su revista, cosa que hizo en mayo del año 2000.

Mientras que mi relación con el Orate Blaguer tuvo un ascenso rápido, un amesetamiento prolongado y un final en caída libre con un intento de eliminación, la que tuve con el Porcus Hungaricus fue distinta, al ascenso rápido lo siguió simplemente la desaparición.

“Tu último fax me fascinó. Me sentí partícipe impostor de una vieja pieza teatral que no cesa: tú haciendo el perenne papel del Goma brillante y susceptible […] he actuado como un porcus hungaricus pero he cumplido con los grandes objetivos esenciales: 1) Crear un maravilloso material con y sobre tu correspondencia con Gombrowicz; 2) Iniciar una amistad que va más allá de una mera y vulgar correspondencia y, en su falta, puede convertirse en un metacarteo; 3) Lograr que las chicas laterales se enamoraran de ti”.

El metacarteo del que habla el Porcus Hungaricus se debió en parte a una forma de ser mía que con el transcurso del tiempo se vuelve inaceptable, y también al hecho de que la mismísima revista había desaparecido.

Las razones que la llevaron a la bancarrota no son bien conocidas, pero no son pocos los que piensan que algo que ver tuvo con su destino malogrado el aspecto un tanto dudoso del elenco editorial que aparece en la fotografía en la que el Porcus Hungaricus se distingue por su cabellera blanca.

La feliz circunstancia de que haya coincidido la reedición de “Gombrowicz en Argentina” con el renacimiento de “Lateral” nos obliga con el Porcus Hungaricus, por lo que lo estamos haciendo miembro otra vez del club de gombrowiczidas.

Yo vengo sometiendo a los editores, a los escritores y los embajadores a lo que podríamos llamar las ordalías de los tiempos modernos para poder explicar los cambios, mutaciones y metamorfosis que sufren mis relaciones con ellos con el transcurso del tiempo. Una característica común que tienen estos juicios de Dios es que los acusados son sometidos a pruebas invasivas pero extra corporales para encontrar la causa de la transformación.

La repetición de este fenómeno se ha convertido para mí en un objeto decisivo, del mismo modo que le había ocurrido a Gombrowicz con un cenicero.

“Yo miro esta mesa y me fijo en el cenicero. Si me fijo sólo una vez no pasa nada. Pero si vuelvo al cenicero y lo miro otra vez, entonces me voy a preguntar por qué el cenicero se ha convertido en un objeto más interesante que los demás […]”.

“Y si vuelvo a mirarlo una tercera y una cuarta vez, el cenicero se convierte en un objeto decisivo. Por la repetición de un acto de conciencia se llega a dar una importancia terrible a una cosa que no tiene aspecto de ser tan importante. Esta emboscada de la conciencia tiene una gran importancia en mis obras”:

Las transformaciones que sufren mis relaciones con algunos gombrowiczidas tienen un cierto parecido con las mutaciones que observa Gombrowicz sobre la mano de un mozo del café Querandí, una mano que pasa de una inocencia absoluta a una posesión diabólica.

A las diez de la mañana estaba tomando un café en el Querandí. El mozo se le acerca y Gombrowicz empieza a ponerle atención a su mano que cuelga silenciosa, secreta y desocupada pero, de pronto, sin saber por qué, sus pensamientos vuelan hacia un árbol que había visto una vez desde la ventanilla del tren.

La mano del mozo lo había asaltado de repente en medio del silencio. Al volver a su casa la mano ya no estaba con él, pero una lectura que estaba haciendo de la conferencia de Heidegger sobre Zarathustra le inyectó a la mano una nueva dosis de existencia. La idea que lo llevó nuevamente al Querandí fue la del eterno retorno. Mientras se preguntaba si debía preparar la ropa para lavar, en el mismo momento, ese ser de Nietzsche que venía desde los primeros orígenes hasta las últimas realizaciones, estaba con él. Un ser representante de la amargura, la furia y el silencio de la humanidad. Silencioso como la mano del mozo. ¿Qué estaría haciendo la mano en el Querandí mientras Gombrowicz estaba en casa? Aquí ya podemos observar cómo por la repetición de un acto de conciencia se llega a dar una importancia terrible a una cosa que no tiene aspecto de ser tan importante.

Si dejara de pensar en la mano del mozo la mano se disiparía en la facilidad de la nada, pero la mano volvía a él porque el había vuelto a ella con Nietzsche y poco tiempo después con la mano del Embajador de Polonia con quien ahora estaba conversando. Miraba esa mano diplomática apoyada en el brazo del sillón, pero no era ésa la mano, sino aquella otra abandonada allá, como un punto de referencia. Gombrowicz empieza a tener miedo del diablo, un sentimiento extraño para un incrédulo, pero la presencia del mal convertía su ser en una existencia azarosa, inquietante y susceptible del diabolismo. Le resultaba difícil aceptar cualquier tipo de certeza en un asunto en el que la falta de datos tenía el mismo significado que su abundancia.

Su propia mano descansaba tranquila en el bolsillo, también descansaban tranquilas las manos sobre las rodillas de los automovilistas que corrían en sus coches.

¿Y la mano del Querandí qué estaría haciendo? Estaba vagabundeando en la periferia de sus límites en busca de no se sabe qué. ¿Y si Gombrowicz de repente se arrodillara ante la mano? Sería un intento fallido, como siempre, de construir un altar cualquiera. Una desesperación por agarrase de algo, de la mano del mozo del café Querandí.

Más tarde, en el restaurante Sorrento, se le acercó el mozo, también con una mano desocupada igual que en el Querandí, una mano que sólo era importante porque no era aquélla. Está adorando un objeto que él mismo enaltece. Se arrodilla frente a un objeto que no tiene derecho a exigir que se postren ante él, de modo que el ponerse de rodillas sólo depende de Gombrowicz. Escogió esa mano del Querandí para agarrarse de algo, para tener un punto de referencia.

Pero no quiere que la mano haga algo con él, o de él. Ya es de noche, llega a un café de Lavalle y San Martín. Discute con Gómez sobre el tema de Raskólnikov. Su punto de vista es que en “Crimen y Castigo” no existe un drama de conciencia en el sentido clásico de la palabra. El juicio de Raskólnikov no es de su conciencia, es un juicio surgido de un reflejo, un juicio de espejo. Este tipo de reflejo se convierte también en un mecanismo que nos lleva a decir todo lo que nos pasa por la cabeza. Esta conciencia de espejo es como fijar la mano en alguna parte, fuera de nosotros, por la fuerza de un reflejo. Así como se iba construyendo la conciencia de Raskólnikov, así es como se le estaba construyendo esa mano a Gombrowicz. Esa mano se ha convertido en un parásito, ahora se está alimentando de Dostoievski, no parará hasta chupar de Gombrowicz todas las palabras que necesite.

Llegó la medianoche, habían pasado catorce horas desde el comienzo de la aventura. ¿Dónde estará la mano en ese momento? ¿Todavía en el Querandí? ¿Descansará en alguna almohada y se habrá puesto a dormir?

“Me pareció tranquila al verla por primera vez en el Querandí…, pero se ha vuelto cada vez más posesiva…, y yo mismo ya no sé qué es la que podría frenarla allá, en la periferia…, donde está mi límite”.

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