31.1.11

WITOLD GOMBROWICZ Y GUSTAVO LEGUIZAMÓN


Por Juan Carlos Gómez

“Los ajedrecistas consideran el ajedrez como la cumbre de la creación humana, tienen sus jerarquías, hablan de Capablanca como los poetas hablan de Mallarmé y, mutuamente, se rinden todos los honores”.

A pesar de que el ajedrez fue una compañía constante de Gombrowicz durante toda su vida, habla poco de este juego en sus diarios. Desde muy joven era conocido por su afición al ajedrez, al punto que cuando hizo su pasantía de abogado en los tribunales de Varsovia el juez lo distinguía con los asuntos más interesantes porque sabía jugar al ajedrez.

El café Rex fue un salón mundano y aristocrático para ese noble polaco en bancarrota que era Gombrowicz, allí jugaba al ajedrez mientras fumaba con avidez sosteniendo los cigarrillos al modo de los fumadores de pipa.

Los cigarrillos que fumaba eran horribles y muy fuertes, dejaba el paquete sobre la mesa, y si alguien le ofrecía cigarrillos importados, los rechazaba con dignidad: —No, gracias, yo fumo Tecla.
El alguien que le ofrecía frecuentemente cigarrillos norteamericanos era un personaje del Rex, un suizo alemán al que todo el mundo llamaba Philip Morris. Elegante, serio, puntual, sólo fumaba esa marca de cigarrillos. Gombrowicz le despreciaba sistemáticamente esas invitaciones, pero en cambio lo desplumaba jugando al ajedrez ping pong por muy poca plata, apenas le alcanzaba para pagarse una comida.

“[…] El ajedrez lo ayudaba más que ninguna otra cosa a calmar los nervios en la difícil situación en la que se encontraba. Al concentrarse en las partidas, se olvidaba de todo. Esta disciplina le fue muy útil durante la guerra y en los momentos de mayor pobreza y soledad. El Rex era como un segundo hogar para él […]”.

Gombrowicz nadaba en la pobreza como si estuviera de vacaciones en un balneario de moda, siempre por encima de las circunstancias y poniéndole buena cara al mal tiempo.

Entre los recuerdos de sus miserias argentinas, incluidos los de sus días entre rejas, el que permanecía en Gombrowicz como un símbolo misterioso era el de Morón.

“Me dirijo a la plaza de Morón. Cada vez que vuelvo aquí, voy en peregrinación a la plaza para echar una mirada a mi pasado del año mil novecientos cuarenta y tres. Pero ya no existe la pizzería donde solía tener conversaciones con los contertulios, ni el café donde jugué una memorable partida de ajedrez bailando boogie-woogie con el campeón de Morón; los dos bailábamos y bailando nos acercábamos al tablero de ajedrez para cada nuevo movimiento […]”.

“En Morón gocé de gran popularidad, tanto en la pizzería de la plaza como en el café, donde se podía jugar al billar y al ajedrez. Me bebía un litro de leche diario y me comía mi pan sentado en el suelo, sobre el pasto del chalet, mientras contemplaba la calle. En la pizzería, un mozo al que le caía simpático, me daba un sandwich por veinte centavos, pero con una feta de jamón cuatro veces más gruesa de lo normal, casi como un bistec. Y, en eso, he aquí que en el suplemento literario de ‘La Nación’, un periódico muy popular, aparece en primera plana un artículo mío. Desde ese momento mi posición social en Morón quedó liquidada. La gente empezó a darme muestras de consideración”.

El ajedrez, la historia y los zapatos pusieron en contacto a Gombrowicz con Gustavo Leguizamón, nos falta decir algo entonces sobre la historia y sobre los zapatos.

Hegel introduce un sistema para estudiar la historia de la filosofía y el mundo mismo, llamado a menudo dialéctica, una progresión en la que cada movimiento sucesivo surge como solución de las contradicciones inherentes al movimiento anterior.

El mundo hegeliano es una verdad en marcha, es el lugar donde la humanidad forma sus leyes y el hombre se convierte en un peldaño de la historia. La importancia que Hegel le dio a la historia contribuyó en forma excepcional a la difusión de sus ideas. A este filósofo que era capaz de deducir la racionalidad del mundo a partir de un lápiz no le costó mucho trabajo demostrar que lo inmoral de la guerra deviene en moral y que el estado se va transformando en la encarnación de lo divino.

Mientras Hegel se desvivió por encontrarle un sentido a la historia, Gombrowicz se colocó en una posición ahistórica y más bien era partidario de liquidar el pasado.

La idea de la historia está relacionada con el pasado, la causalidad, el determinismo, la dialéctica histórica, unas formas del pensamiento que no andaban bien con el talante de Gombrowicz. Vivió en una época que experimentó un ascenso irresistible de la actividad política cuya forma más representativa fue el marxismo, intentó entonces darle una forma artística a estas transformaciones de la historia en su última obra.

Gombrowicz acostumbraba a recurrir a la desnudez del cuerpo para debilitar el exceso de estructura de la forma humana. Empieza con el cuculeilo en “Ferdydurke” y termina justamente con en los pies, mejor dicho, con los zapatos en el final de su obra.

Los pies en Polonia formaban una línea cruel que separaba la miseria extrema del resto de los hombres, pues los pies de la miseria iban sin zapatos tanto en el campo como en la ciudad.

En su obra final Gombrowicz se propuso liberar a los hombres desnudándolos, con una desnudez parcial o total, pero desnudándolos al fin y al cabo.

En el primer proyecto intentó liberarlos descalzándolos, pero este bosquejo le pareció de alcances reducidos y no llegó a convertirlo en obra, le sirvió sin embargo de base para un segundo intento de alcances más amplios en el que la desnudez abarca al cuerpo entero de Albertina. Al proyecto le llamó “Historia” y a la obra le llamó “Opereta”.

En “Historia” intervienen como personajes el mismísimo Gombrowicz y el resto de la parentela, el padre, la madre y sus tres hermanos, con sus verdaderos nombres.

A medida que se desarrolla la acción estos fantasmas se van transformando en personajes históricos de las cortes europeas de principios del siglo XX, entre los que Gombrowicz se mueve como un enviado especial que se pasea descalzo invitando a los reyes a que hagan lo mismo, es decir, a que se quiten los zapatos.

Se propone liberar a los hombres pidiéndole a los emperadores que dejen de representar sus papeles, que se quiten los zapatos y que se queden descalzos. Esta manera de ver las cosas tiene mucho ver con las fuerzas que habían hostigado a Polonia durante siglos, la aristocracia por un lado que la empujaba hacia lo alto, y el fango y los pies descalzos de los campesinos con abrigos de piel de cordero por otro, que ligaba a Polonia con la parte más atrasada de Europa.

En el libreto de “Historia” Gombrowicz entra descalzo a su casa junto con el hijo del portero. A partir de ese momento la familia se convierte en un jurado que examina esta confraternización entre clases y se pregunta si Gombrowicz será capaz de graduarse de bachiller debido a esta circunstancia.

De junta examinadora la familia se transforma en un tribunal militar y, de delirio en delirio, llega hasta la corte del zar Nicolás II, a las puertas de la primera Guerra Mundial.

Desde la Argentina Gombrowicz observa cómo Polonia es destruida y empieza a desaparecer. Pero no sólo Polonia desaparece, desaparece también la Europa de la alta cultura, de la alta costura, de la alta cocina, de la aristocracia, de las ideas, del romanticismo; desde nuestras pampas ve caerse el inmenso y majestuoso edificio europeo. Gombrowicz se convierte finalmente, a través de su obra, en un arquetipo al que terminan reverenciando los ricos y los pobres, la izquierda y la derecha, la saciedad y el hambre.

En la Argentina existen artistas de apellidos tradicionales emparentados con la nobleza española del mismo temple universal y extravagante que tenía Gombrowicz.

Un músico y abogado salteño, uno de los más grandes folkloristas argentinos, a poco de llegado al mundo, como era muy flaco, recibe un mote que parece sacado de la casa de los gombrowiczidas.

La madre quiere comprar unos chanchos: —¡Pero si están tan flacos como este cuchi! Desde entonces Gustavo Leguizamón fue para siempre "El Cuchi", un vocablo quechua que significa justamente chancho.

Este brillante compositor y pianista, irrespetuoso de toda formalidad y también de sí mismo, admiraba a Beethoven tanto como lo admiraba Gombrowicz.

“Estoy fascinado con las locomotoras, ese instrumento musical maravilloso que tiene fácilmente dieciocho escapes de gas que son sonidos, y un pito con el cual se pueden hacer maravillas, por no contar su misma marcha”.

Hizo fundir una quena, se la agregó a la máquina y le daba conciertos a los ferroviarios que lo miraban como a un bicho raro.

La vida de estudiante trajo a Gustavo Leguizamón de su Salta natal a Buenos Aires. En El Olimpo, un café del bajo cercano a Retiro donde se jugaba al ajedrez, conoció a un Gombrowicz de zapatos rotosos pero inmensos: —El único que puede tener patas de este tamaño es Ariel Ramírez. Y, efectivamente, eran zapatos que le había regalado Ariel Ramírez a un pobre Gombrowicz que en esos años mendigaba en los cafés de Buenos Aires el alojamiento, la comida y la vestimenta.

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