28.2.11

WITOLD GOMBROWICZ Y MARCELINA ANTONINA KOTKOWSKA


Por Juan Carlos Gómez

“En el mismo año 1933, en que se publicó mi primer libro, murió mi padre. Hacía meses que estaba enfermo, pero su empeoramiento se produjo en forma repentina, de modo que sólo mi madre y yo asistimos a su muerte. Mis hermanos no llegaron del campo hasta el día siguiente. Esa muerte me ha dejado recuerdos bastantes vergonzosos. Cuando expiró, intenté abrazar a mi madre para al menos de esta forma mostrarle mis sentimientos, pero el gesto me salió con torpeza y en un abrir y cerrar de ojos me di cuenta de toda mi miseria: era incapaz de tener unos sencillos reflejos humanos, de mostrarme cordial, cariñoso, estaba paralizado por la forma, por el estilo, por toda esa maldita manera de ser que me había creado… ¡resulta pues que no había sido capaz de aportar un poco de calor a mi propia madre en semejante momento! […]”.

Para bien y para mal las madres tienen una importancia fundamental en la organización de nuestra personalidad, al punto que los gombrowiczólogos y los psicoanalistas están convencidos de que la madre de Gombrowicz está presente en toda su obra en forma de tía, de prima, de novia, de esposa… y también de madre.

Una de las características más señaladas de la sangre de los Kotkowski era su propensión a la locura, sin embargo, o por esa misma razón, los primeros aliados incondicionales que tuvo Gombrowicz fueron su madre y su abuela materna, Aniela Kotkowska.

A lo largo de los años Aniela siempre tomó partido por Gombrowicz. La abuela habitaba una casa grande y bastante aislada en Bodzechów. Un hijo demente que vivía con ella, por las noches se animaba con cantos terribles para combatir el miedo, estos cantos se convertían en unos aullidos que le ponían los pelos de punta a cualquiera que no estuviera acostumbrado.

Aniela tenía una criada joven y muy guapa, Marysia. En una ocasión en la que fue con su padre a hacerle una visita, Gombrowicz le propuso a la sirvienta que lo acompañara al teatro el próximo domingo, pero resulta que para ese domingo la abuela tenía invitados: —¿No puedes venir el domingo, Marysia, y dejar para otro día tus horas libres?; —No puedo, el señorito me ha invitado al teatro.

Aniela tomó enseguida partido por Gombrowicz mientras miraba de reojo al padre: —Ah, en ese caso, hija, si vas al teatro con el señorito, es otra cosa.

El padre se puso inmediatamente en contra, no era capaz de tolerar una democracia llevada a tal extremo, y cuando Marysia se retiró lo reprendió severamente: —Tu conducta desmoraliza a la servidumbre: —No entiendo, Marysia tiene sus horas libres, y durante esas horas libres deja de ser sirvienta. No entiendo realmente por qué no puedo ir al teatro con una sirvienta, ¿qué hay de malo en ello?

La madre fue la primera quimera que Gombrowicz combatió, era para él la representación de la irrealidad, era en verdad un exceso de irrealidad.

El catolicismo de la madre era espontáneo, natural y despreocupado, cuando abordaba cuestiones teológicas lo hacía con indolencia y sin preparación. Era católica ferviente de la misma forma que era polaca y nacida de terratenientes.

Las madres son las primeras que nos dan afecto y son las primeras que nos enseñan a querer, algo debió pasar entonces entre Marcelina Antonina Kotkowska y Witold Gombrowicz para que después de sesenta años de nacido la siguiera sintiendo como la fuente de su irrealidad.

Las discusiones que Gombrowicz mantenía con su madre lo iniciaron en las burlas a unos principios morales y a un estilo demasiado rígidos.

Marcelina Antonina participaba de la vida social, durante un tiempo presidió la Asociación de Mujeres Terratenientes, una institución terriblemente devota que se caracterizaba por una incurable grandilocuencia de estilo. Gombrowicz experimentaba un salvaje placer haciendo caer esos altos vuelos del cielo a la tierra, más aún, le gustaba escuchar detrás de la puerta el contenido de esas sesiones para obtener material satírico.

La nobleza terrateniente vivía una vida fácil y no conocía la lucha esencial por la existencia y sus valores. Jan Onufry, su padre, sólo muy de vez en cuando se daba cuenta de lo anormal de su situación social, para él un lacayo era algo absolutamente natural, se comportaba con los sirvientes como un señor, relajadamente, con gran desenvoltura.

Su madre también aceptaba su posición social como algo completamente lógico, pertenecía a una generación que no había experimentado lo que Hegel llama mala conciencia. Pero la siguiente generación empezó a sentir el peso de este problema.

Con el material satírico que sacaba de las reuniones de la madre escuchando detrás de las puertas más algunas otras ocurrencias ajusta las cuentas con su familia y con su clase social provocando un verdadero descalabro en el final de “Ferdydurke”, su primera novela.

De la combinación de los Gombrowicz con los Kotkowski resultó una familia que empezó a decaer. La sangre enfermiza de los Kotkowski y el orgullo impenetrable de los Gombrowicz ejercieron una influencia muy importante en Witold.

“[…] Mi madre era toda vivacidad, sensible, dotada de una excesiva imaginación, poco práctica, perezosa, indolente, demasiado nerviosa […] en la familia de los Kotkowski había muchos casos de enfermedades mentales […] No reprocho en absoluto a mi madre de ser como era […]”.

“En otros órdenes, tenía cualidades excelentes: bondad, nobleza, probidad, inteligencia, mientras sus debilidades eran un poco el producto de sus nervios y el resultado de la vida artificial y de una educación no menos artificial que había recibido […]”.

“Pero el hecho de no querer ser lo que era, de no reconocerse a sí misma, terminó vengándose de ella, porque nosotros, sus hijos, le declaramos la guerra. Nos enervaba. Provocaba […]”.

“Y fue allí, seguramente, donde comenzaron mis dolorosas aventuras con las diversas distorsiones de la forma polaca que producían en mí un efecto parecido al de las cosquillas: uno se troncha de risa, pero no resulta agradable […] Como éramos tres —mi hermana no participaba de ese deporte— nuestra casa iba alcanzando lentamente la fisonomía de un manicomio y tan solo la severidad y el rigor de mi padre nos salvaba de la catástrofe total”.

La sexualidad de Gombrowicz se fue formando entonces un poco frente a esa pureza inocente de la madre y otro poco frente a la sangre enfermiza de los Kotkowski.

En el año del centenario yo estaba en el Centro Cultural Borges tomando un café con el Pequeño K y con el Pato Criollo hojeando un calendario muy bonito editado por los polacos para la ocasión.

Yo hacía de cicerone con las fotos pero el Pato Criollo siempre tenía algo que objetar. La réplica que se llevó las palmas de oro fue la que hizo cuando mirábamos una foto de Gombrowicz a los tres años en la que Marcelina Antonina lo había vestido y peinado como si fuera una nena. Cuando el Pequeño K señaló que al presentarlo de esa manera la madre había sellado el destino sexual del pequeño Witold, el Pato Criollo contestó que a muchos niños de buenas familias de esa época los vestían de esa manera: —¿Sí, a ver, dame un ejemplo?; —Oscar Wilde sin ir más lejos.

Gombrowicz lleva el componente de pureza inocente que tenía Marcelina Antonina a un extremo paroxístico convirtiéndolo en virginidad en una de sus obras.

La mayor virtud residía en la virginidad, este valor condicionaba el espíritu y en torno a él se situaban los instintos superiores.

La virginidad asciende del ser más bajo en la escala biológica y llega al hombre, y del hombre salta a los ángeles y de los ángeles a Dios, para perderse en el infinito.

De una pequeña particularidad puramente corporal nace el inmenso mar del idealismo y de los milagros, en evidente contraste con nuestra triste realidad. Los hombres habían perdido el Paraíso al probar del fruto del árbol del conocimiento tentados por Satanás. Le suplicaron entonces al Todopoderoso que les concediera un poco del candor y de la inocencia perdidos. Dios se apiadó de ellos y creó la virgen, el recipiente de la inocencia, la selló y la envió a vivir entre los hombres que sintieron de inmediato una nostálgica languidez. Las casadas eran una pura patraña, una botella abierta y evaporada.

Este ideal de pureza y virginidad es puesto en tela de juicio en “Pornografía”, una novela realmente libidinosa.

Amelia, la madre de Waclaw, era cortés, sensible y espiritual, sencilla y de una rectitud ejemplar, unas virtudes parecidas a las de la madre de Gombrowicz. En ella regía el Dios católico, desprendido de la carne, un principio metafísico, incorpóreo y majestuoso que no podía atender las majaderías que tramaban los adultos con Henia y con Karol. Estaba subyugada con Fryderyk, ese ser terriblemente reconcentrado que no se dejaba engañar ni distraer por nada, un ser de una seriedad extrema.

Pero es justamente en la finca de Amelia donde tiene lugar la segunda caída de Dios después del derrumbe de la misa que había ocurrido en la iglesia.

Joziek, un ladronzuelo de la edad de Karol, entra en la casa para robar. Según todo lo hacía parecer la señora descubre al ladrón, toma un cuchillo y lucha con Joziek. Transcurren unos minutos y llega a la mesa tambaleándose donde están su hijo y los invitados, se sienta lentamente y cae muerta con el cuchillo clavado mirando un crucifijo. La situación no estaba clara, nadie sabía lo que había pasado realmente porque Amelia no pudo contar nada y Joziek decía que sólo se habían revolcado, que había sido un accidente.

Fryderyk era mal psicólogo pues tenía demasiada inteligencia y por lo tanto era capaz de imaginarse a doña Amelia en cualquier situación. La sospecha que flotaba en el aire era la de que esa mujer tan espiritual y guiada por los principios de Dios había prologado demasiado la lucha con Joziek revolcándose en el suelo de puro placer y, por accidente, se le había clavado el cuchillo.

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