5.8.11

MAURIZIO MEDO: WESTPHALEN CUMPLE 100 AÑOS


Por Maurizio Medo

En una ocasión, y hoy, más de veinte años después de cuando ocurrió mantendría esa condición casi mágica, Javier Sologuren, uno de los más grandes amigos que he tenido, amén de su condición de poeta ejemplar, con esa sencillez —que solo he vuelto a encontrar en el querido y sabio Carlos Germán Belli— me dijo con una naturalidad que contrastaba con la trascendencia que representaba para mí el hecho iría a suceder: “Don Emilio quiere conocerte”. Nunca he tenido alma de groupie, aunque es cierto, en el Perú abundan estos casos dignos del filme de Cameron Crowe —Almost Famous— pero no puedo negar, para qué negarlo, que me sentí estremecido ante esta eventualidad. Casi como por un mecanismo de supervivencia empecé a hilvanar una serie de frases e ideas con el fin de mostrar al autor de “Abolición de la muerte” que ante él estaba un joven culto (¿qué demonios, me lo pregunto ahora, es, o puede ser, un joven culto?), uno que había leído autores de “culto”, casi inhallables en la ciudad capital, quien tenía conocimientos básicos de algunas lenguas clásicas —por cargar con la responsabilidad de ser el “heredero” de un intelectual de la talla de Onorio Ferrero, mi abuelo, quien era capaz de entender y comunicarse hasta en mandarín. En fin, planeaba lo que sería una presentación casi palaciega mientras, Javier, en esos instantes como en un cine mudo, seguía detallándome sobre este hecho. No recuerdo, no puedo, pues andaba en trance extático por lo que ocurriría, recordar una advertencia, un consejo o una sugerencia las cuales, estoy seguro, Javier, un alma noble, me pudo haber dado. No recuerdo tampoco cuánto transcurrió desde el momento en que me hiciera el anuncio referido hasta el momento en que él, junto a Ilia, su compañera inseparable, me llevaron a la casa del maestro. De pronto ya estaba ahí. La imagen del hombre que, en ese momento, me observaba con tierna curiosidad, nada tenía que ver con aquella otra en la que se le describía como un ser adusto quien cuidaba tanto su privacidad, y esto ocurrió en alguna oportunidad, que era capaz de golpear con el bastón a quien osara amenazarle con el flash de una cámara de fotos. A primera vista, y esto lo comprobaría en las muchas visitas que le hice durante un buen período, parecía ser un hombre benevolente, “de una bondad monacal”, recordábamos hace unos meses con Carlos Germán Belli. El hecho es que ni cultura ni lenguas muertas. Lo repito, ya estaba ahí. Y en algún momento, luego de que Emilio me contara sobre ciertos encuentros y ciertos eventos, que me hicieron comprender por qué para él “hablar podía ser peligroso”, me oí declarando mi admiración por Odiseo Elytis. Era cool. Sin embargo el aparente caché de mi proclama cayó por los suelos cuando, con su sabia parsimonia, Emilio quiso indagar más sobre el respecto y le oí: “¿Entonces me quiere decir Ud. que ha leído a Elytis en griego?”. Al oír mi negativa (“No, Don Emilio, solo en traducciones”) acotó: “Entonces aún no ha leído a Elytis”. Tal como lo he comentado en alguna oportunidad esta frase de Emilio avivó mi interés, aunque pasajero, debo confesarlo, por las lenguas clásicas, comprendí (o tal vez me lo dijo él en aquella tarde, hoy opaca y ya en brumas) que aproximarse a una traducción no significaba necesariamente haber leído al poeta traducido sino, más bien, al traductor.

Las visitas a casa de Emilio se hicieron frecuentes, poco tiempo después de que estas terminaran conocí a Silvia, su hija, una escultora a quien admiro y de la que fui incluso curador en una muestra colectiva en la Galería “Cecilia González”, con motivo de su aniversario. Cuando visitaba a Emilio Silvia estaba aún en el extranjero, o de viaje, no lo recuerdo bien. En esas tardes, usualmente iba a la casa de Chorrillos, circa las cuatro de la tarde, solo en las primeras ocasiones hablamos de poesía, lo suficiente, y esta fue otra lección del maestro, para comprender que esta no se trataba de un tema de conversación, de ahí que aún hoy sea reacio a “hablar de poesía con otros”, como dice Montserrat Álvarez, y prefiera cualquier otro tema —o declararme como Auden historiador medieval—.

Dada la relación que se había generado entre nosotros, que no era la de discipulado, Emilio tenía la sabiduría necesaria para evitar esa clase triquiñuelas, me atrevo a decir que las despreciaba, Emilio fue simplemente “Emilio”, hay un “tú” que implica un respeto mayor que el del “usted”, como reza un pensamiento budista. Podíamos conversar de trivialidades, ¿qué es realmente lo trivial?, como, por ejemplo, los años que vivió en Santa Beatriz, en la calle Emilio Fernández, a tres cuadras de mi casa de entonces, hasta llegar a anécdotas (algunas muy graciosas, otras indignantes) sobre su gestión como agregado cultural o recuerdos de la “Peña Pancho Fierro”, junto al gran José María Arguedas, César Moro, un joven Sebastián Salazar Bondy, entre otros, como también sobre sus vicisitudes (muchas lamentables) con poetas más jóvenes, entronizados por un canon que, por los 90, ya estaba en ruinas. Nada, ningún detalle comentaré sobre este respecto, me lo guardo. Lo que quiero decir es lo siguiente, no recuerdo frases memorables o eventos singularmente extraordinarios: alguna vez paseamos juntos por Barranco, en otra compartimos una noche de año nuevo, pero todo lo que mi memoria alberga sobre Emilio Adolfo Westphalen se vuelve tan íntimo como espectacular. ¿Por qué no decirlo? Visitar a Emilio, conocerlo, resultó para mí un extraordinario aprendizaje, y no de un tema en particular, tampoco sobre la escritura sino, y sobre todo, sobre la excelencia humana.

Poco después de este período de conversaciones sobre todo y sobre nada, de digresiones y contemplaciones, enfermó mi padre y los hados tramaron sus pequeñas tragedias. Si algo supe de Emilio posteriormente fue por Silvia y, esporádicamente, a través de alguna conversación telefónica que sostuvimos. Quizá no me sentí con la fuerza suficiente para seguirle visitando, quizá nunca me sentí merecedor de creer que podría ostentar para mí el título de su “amigo” —algo que veo generalizarse en muchos a raíz de su centenario, incluso aún sin conocerlo. Mi homenaje es el del silencio, aprendido, el de refugiar este homenaje en unas páginas tan simples como las de una red social, y no a través de las rotativas de periódicos —ya huérfanos de páginas culturales— de blogs especializados, conferencias o falsas remembranzas de terceros —Tengo que darles una noticia negra y definitiva / Todos ustedes se están muriendo—.

Emilio nos dejó como lección, como una gran lección, que la poesía, como vehículo de la belleza dentro de la cultura, como faro que la ilumina, es el aprendizaje de un ejercicio interior, que el sueño no es un refugio sino un arma.

Salve Emilio¡

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