24.8.11

“PROSAS APÁTRIDAS” Y “LA TENTACIÓN DEL FRACASO” DE RIBEYRO


Por Orlando Mazeyra Guillén

El escritor limeño Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) es quizá el mejor cuentista peruano. Uno puede encontrar sus mejores trabajos de este género en la edición definitiva y muy recomendable, a cargo de Seix Barral, de La palabra del mudo, que cuenta con dos tomos.

Cuentos como Silvio en el rosedal, La insignia, Tristes querellas en la vieja quinta, El profesor suplente, Los gallinazos sin plumas, La botella de chicha, Por las azoteas son sólo algunos de sus mejores entregas que lo constituyen con justicia en un maestro del cuento. Fue merecedor, en el último año de su vida, del Premio Juan Rulfo.

A Ribeyro se lo suele conocer sólo como cuentista, pero el narrador limeño ha incursionado en géneros como la novela, el teatro, el diario personal y las prosas, que no vienen a ser otra cosa que breves, lúcidas y estimulantes reflexiones que germinan producto de la cotidianidad o alguna lectura o experiencia específica que alimentaba al autor y lo hacía redactar párrafos tan resaltables como éste: «Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad es una quimera y la realidad un fenómeno tan difuso que es difícil distinguirla del sueño, la fantasía o la alucinación. La duda, que es el signo de la inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar, ha impedido en mí la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la pasión y me ha dado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se ahogan los fantasmas de los días, sin dejar otra cosa que briznas de sucesos locos y gesticulaciones sin causa ni finalidad».

La actitud de Julio Ramón Ribeyro —escéptica, pesimista y hasta misantrópica— está minuciosamente documentada en su vasta y definitiva colección de diarios La tentación del fracaso: «La vida en el Barrio Latino sería insoportable, a no ser por tres o cuatro francesitas con las cuales existe siempre la posibilidad de una aventura. Aparte de esto, todo es ficción, mala comedia, hipocresía llevada a extremos de cinismo. Ahora en el Old Navy estuve tomando una cerveza y antes de terminarla tuve que abandonar el local. Me era intolerable la visión de esa veintena de muchachos, entre los 18 y 25 años, vestidos de las maneras más estrafalarias, llenando el tiempo con las conversaciones más anodinas. En su mayoría sudamericanos y franceses. Borrachos de independencia, no saben qué hacer con su cuerpo ni con su espíritu y disfrazando el primero y mistificando el segundo se convierten en actores gratuitos de un sainete que el Ayuntamiento francés ve desarrollarse con gusto y el turista extranjero observa con curiosidad y paga con dólares».

Por otro lado podemos descubrir a un artista que se reconoce enfermo (un incrédulo) de la voluntad: «El pintor Eduardo Gutiérrez tiene razón: lo que yo tengo enfermo es la voluntad. Ha observado cómo sistemáticamente voy aplazando las cosas, hasta que una hecatombe cercana me hace despertar. ¿Qué hago en París? ¿Qué espero para ir a La Sorbona? ¿Por qué no recibo clases de francés? ¿Cuándo buscaré un alojamiento que no sea un cuarto de hotel? Todas las noches digo: mañana será. Ha pasado casi un mes y nada ha cambiado. Estoy enfermo, además, y esto me quita fuerzas para la acción. Enfermo de los nervios, del corazón, del estómago y qué sé yo. Y además de la voluntad. Tengo que empezar por creer en la voluntad si quiero sanarme».

Contó, en su desaparecido programa cultural Las crónicas del oso hormiguero, que se transmitía por Radio Programas del Perú (RPP), el poeta Antonio Cisneros Campoy (Lima, 1942), distinguido con el grado de Caballero de la Orden de la Artes y las Letras de la República Francesa en el año 2004, que, en París, una de las cosas que más que le producían fruición a el autor de Los geniecillos dominicales, era rodearse de peruanos «recién llegados». Al narrador le fascinaba escucharlos, embeberse en el habla popular peruana, para no perder contacto, la sintonía con su Lima natal, realizaba pues un trabajo de campo, efectuando anotaciones pertinentes que seguramente le servirían en sus momentos creativos.

Es didáctico contrastar esta actitud de Ribeyro con la de Vargas Llosa. Este último siempre, a pesar de ciertos apremios económicos iniciáticos, se sentía en París como un pez en el agua —«estaba más decidido que nunca a tratar de ser un escritor y tenía la convicción de que jamás llegaría a serlo si no me marchaba del Perú, si no vivía en París»—; el primero, en cambio, se presenta como un combidado de piedra (o, habría que decir, un métèque).

* Fuente: diario El Pueblo, sábado 13 de agosto de 2011.

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