9.10.11

“LA REJA”, UN RELATO DE MIGUEL ÁNGEL COLETTI


LA REJA

Por Miguel Ángel Coletti

Fue en la inspección submarina de la malacosa, playa de La Reja —un refugio marino sitiado por cuevas naturales y una reja de metal que separa a los bañistas por clases sociales— donde recogí unos salvajes ejemplares de fauna marina que cortaban con sus filosas tenazas la red de pescar que extendí en el agua picada. Colectados los “crustaceos”, pasé por sus antenas un cordel de pescar caliente que resultó en un hermoso collar de cangrejos vivos que hacían sonar sus filosas tijeras alrededor de mi cuello salado haciendo mucho ruido y calando mi piel hasta las heridas. Mientras ellos zurcían barrotes sobre mi epidermis, recordé por asociación y sorpresa, mientras volvía por el camino de la playa hacia la pensión del Aromito, las conversaciones alturadas que flotaban en la mente acuosa de hace 14 años y me conducían por un sendero faite de la calle Cochrane en el centro del Callao detrás de una reja de mercado, conversaciones serias para mi espíritu aprendiz, charlas gruesas de asaltantes de puerto y bultos de madrugada que se escondían debajo de las tapas de desagüe, de baile con discusión y cuello dispuesto, plomazo entre vaporinos y oilers, boletos de muerto con falso al amanecer en el rumbo de la adivinación y la brujería porteña, la desconfianza del pintao y del charly contra el rencor del trinchudo que reclamaba su lugar en el puerto choro, la angustia de la madre chalaca castradora y la espera de malas noticias, el desprecio por la vida del hijo ladrón , el cuerpo baleado del semejante, el cerebro del Callao gobernado por la vaina.

Estas conversaciones antiguas me trasladaban por una máquina del tiempo boba, hacia años remotos e indescifrables cuando me fue presentado a muy temprana edad por un pariente ahora perdido, el genial viejo Federico Mutis, célebre guardián del mercado central del Callao. Llave principal. Cunda discreto, siempre de camisa diamantada y léxico picante. En su época de ser había llegado a boxeador profesional de barrio, noqueador de quijada fuerte, partidor de almas, valiente, un recio estibador del TMC. Era ágil y aguerrido como todos los de su especie a la hora de circular la chaveta y hundir el frío metal en la carne, dejó sus mejores años entre la cárcel y el muelle, viviendo del laburo atracador y desaduanado, primero con grúa, luego con pato, reunía al final de la jornada ganancias excesivas de los buques mercantes que en la mayoría de casos dejaban un “solidario” óbolo en sus bolsillos. Don “Fefefifo” y su corte de galifardos, puntos y contrapuntos, siempre ganaban precio en la balanza de la vida.

Yo, anduve un tiempo de larga soledad frecuentando a estos viejos amigos que de alguna manera me acercaban tercamente al recuerdo de mi pariente perdido hace poco tiempo, iba planchando a diario las calles del centro del Callao con botas de obrero americano, perdonando la envidia de los lacras que aguaitaban siempre el buen vestir y el andar “limpio”, rozando los hombros como zombi de los seres oscuros del Callao nocturno. Estas conversaciones del final de la tarde que procuraba siempre escuchar y recordar, se producían apenas cerradas las grandes puertas del mercado. Durante esos años contradictorios logré acumular valiosa información sobre la historia del corazón del Callao antiguo, que luego fue escrita en un diario como este, sobre mi amistad con los viejos vigilantes nocturnos, patrimonio ahora extinto del antiguo Mercado Central del Callao, personas misteriosas en su vestimenta afranelada con desprecio por la moda, una facha “necesaria” para soportar el intenso frío de la madrugada. Ellos eran poseedores de una imaginación sorprendente y creativa para la narración oral de la magia porteña y el contrapunto de noticias fúnebres; estos señores siempre departían desde su cómodo puesto de vigía que era un sillón despanzurrado que alistaban para iniciar los monólogos, yo desde afuera del mercado asistía como un invitado y saludaba del otro lado de la reja, a veces llevaba un lonche o a veces les alcanzaba cigarros por entre los barrotes a estos sabios nocturnos: Mutis García, Prada y Marín, quienes soltaban espontáneas y profundas charlas sobre la estampa de los chalacos de antes y sus tradiciones perdidas, sabían historias muy antiguas que provenían de la época cuando se construyó el mercado, sobre los desfalcos millonarios en la Tesorería del recinto con el cuento del plomo y las balanzas descalibradas de los carniceros, la famosa tragedia del cargador de bultos Tomás Tapia, un estibador puneño quien tuvo la mala fortuna de ser atrapado, en la cámara frigorífica mientras “colgaba” una res, por un mal viento o una mano siniestra que selló la puerta de acero y lo sentenció a morir congelado, pues ni ellos, los vigilantes nocturnos pudieron escuchar los gritos de frío del recio cargador esa madrugada. Sus conversaciones eran extensas y con datos precisos sobre fechas, locaciones, horas del día y descripción de “rostros señalados” de los principales de sus historias. Siempre eran los mismos temas pesimistas, la misma chola pero con otro forro, muertes imprevistas y heroicas, inmensas plagas de ratas e insectos que brincaban toda la noche sobre los alimentos que serían rematados al día siguiente al público, las tétricas “penas” o apariciones de almitas, frecuentes en la zona de los pescadores y marisqueros, y algunos otros temas de fantasía correspondientes al Callao antiguo, perfectamente narrados por ellos, historias que en ese momento deslumbraban mi imaginación de adolescente y que continuaré recordando.

Abrí la reja y salí…

* Tomado del blog Yo amo al Callao.

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