26.12.11

NI BREVIARIOS NI PUTRIDISTAS (PRIMERA PARTE)


Por Luis Ormachea
1

Entre Langston Hughes y César Vallejo, que no lograron conocerse en vida, negro e indio, y lectores mutuos, no es difícil encontrar una enorme cantidad de felices similitudes. Ambos han denunciado a través del espíritu y la forma de sus escritos la inmovilidad perversa de toda sociedad cuando ha sido secuestrada a favor de una práctica de autolaceración sistemática que instrumentaliza hasta lo vano e impune a la persona humana, han devuelto el ejercicio poético a la constitución biológica y pensante de la cual ese ejercicio proviene, impulsando sus hallazgos hacia el reconocimiento, celebratorio pero equilibrado, dolido o desgarrador pero siempre comprometido y militante, de nuestras posibilidades como especie entre todas triunfante, y ambos han optado por el destierro, y sitrazados por su época intentaron hallar en el oráculo parisiense, en el oráculo europeo, integralidad o licencia para ejercer una ciudadanía sin persecuciones, no han sido, como otros, despedazados entre los engranajes de la insensatez que termina por definir al destierro, intelectual o geográfico, como retorno; ambos han reivindicado su derecho inalienable a ser autores y orientadores del mundo que por ellos nos pertenece y que esa insensatez asentada sobre el eco del antiguo contacto continental intenta a todos usurpar; y han conservado sus necesarias, irrevocables, indispensables particularidades culturales, pero esencialmente solidarias en cuanto idénticas respecto a la bestia primordial gracias a cuyo heroísmo inteligente existen, las han transformado, las han alimentado y las han hecho vivir.

Tal vez, sin embargo, todo lo dicho nos hace entrever más al Vallejo universal que al Hughes acallado por el carácter oficialista y unidimensional de la academia estadounidense, sobreentendido por la pereza beat de los creadores que de él nutrieron sus palabras, empolvado en virtud de su aparente lejanía cronológica; tal vez, entre ellos dos lo que hace a Vallejo sobrevivir con mayor corporeidad es la presencia actuante de un futuro reconciliado en sus palabras, la enérgica invocación que alude a lo mejor que en nosotros conservamos de aquél anterior antepasado por cuyo mérito aun, y felizmente, no hemos sido capaces de, si obedientes al delirio de una lógica fundada en el avasallamiento que terminaría por digerir nuestro entorno y a nosotros en él, arrastrarnos con voluntad suicida hacia la consagración de esa insensatez que persiste en el error histórico; es necesario recordar también que la literatura como testimonio vital, y si honesto, ya de por sí constituye materia y acto de transformación, posee desde ya el germen de la revocación, del encaminamiento, de la creación.

Y, aunque para los fines de este artículo se mencione solamente a ellos dos: Vallejo y Hughes, ese rasgo vinculante que los une —el ser humano como complejo límite de la realidad en constante desarrollo y perfeccionamiento—, podría llevarnos a las palabras, a los hechos de otros miles de maestros que apuntalan el gesto de la más sonriente certeza, capítulos de un esforzado historiamiento en el cual la timidez intelectual, la afligida actitud del verdaderismo involucionista no tendrían ninguna posibilidad de imponernos sus mediocres adjetivos.

2

Que la coincidencia de la pubertad con el reconocimiento de la fe sea común a todo grupo humano organizado al derredor de la tierra y su trabajo e, incluso, su proyección urbana, no requiere mayores argumentos, lo que ahora nos interesa es la mención individual y cuestionadora que Hughes hará más tarde acerca de ella, y que pondría en duda aún su necesaria inclusión entre los suyos: pero no como rechazo a la negritud, ni siquiera a esa militancia pacifista que muchas veces detuvo el progreso propio de las comunidades negras estadounidenses, y americanas en general, en el camino hacia la liberación todavía inconclusa; no, el carácter universal, universalizante, del testimonio sobre el que intentaremos reflexionar consiste en la desintegración de esa ceremonia devocional, el bautismo, que habría de marcarlo, y que, por otro lado, tampoco lo hace reaccionar orientándose al dios atávico de los tiempos de la libertad —arrancada varios siglos atrás y a un océano y a un idioma, el que se impuso por económica imprescindibilidad, de distancia—, para encontrar personalidad moral a quien Hughes conceda verdad u ofrezca compromiso.

Hughes era un niño consciente de su época, no lo tendríamos entre nosotros si esta condición espiritual le hubiese sido ausente, pero no es sólo al niño sino al hombre, terminado y total, a quien ahora celebramos, hombre que existe en simultaneidad con todos quienes lleguen a conocerle, a apropiarse de la voz de su palabra; esta última aclaración se hace necesaria porque nos aproxima a la demostración del hecho por el cual toda literatura, si, como antes dijimos, es testimonio honesto y vital, por creador, ostenta la furiosa, feliz capacidad de ampliar los límites del tiempo en que lo humano se desenvuelve.

Porque es un rito cantado aquel que Hughes describe en El inmenso mar de su autobiografía. Los niños están vestidos de acuerdo al rigor de la ceremonia, las voces cromáticas de los congregantes y la emoción del pastor los guiarán hacia la vida adulta que en ese momento empieza, bendecida por la gracia del dios cristiano a quien esos niños deberán haber visto para ser admitidos como adultos en el seno de la comunidad, y en función del acto religioso. Rito que no excedía la apariencia del requisito burocrático —la burocracia de hoy no es sino una mutación heredera del antiguo canon teocrático que fundara nuestra convivencia sedentaria, sean los que sean esos dioses a quienes ella ahora sirva como mediadora, sea cualquiera de los dos extremos del esquema comunicacional, y en el que todo rito consiste, el objeto de la veneración; el cazador humano ante la presa, y a la luz del sacrificio, se ejerce como liberador, posee poder sobre la vida, aún en razón de una supervivencia a la que no puede renunciar, a la que está sometido—: una ceremonia de desplazamientos, un pastor intermediador que encabeza la escena con generoso entusiasmo, una comunidad cantora delante de la cual guarda silencio el conjunto de esos niños que están llamados a ver su bautismo, una profusión de atuendos tan instrumentales como sólo las voces y la fidelidad del músico organista; esa mañana, los lazos impostergables que a todos conminan esa mañana y, quizás por ellos: específicos y delimitantes, la injuriada ferocidad del tiempo; y ese ámbito de atracción gravitacional donde el pastor ejerce como mensajero e intérprete de la divinidad, al que esos niños podrán, tendrán que migrar una vez hayan reconocido el milagro de la revelación.

Posee la literatura una extraña facultad de, al ocuparse de la realidad para exponerla y transformarla, otorgar a sus escenarios poderío excluyente en relación tanto al tiempo como al espacio en que esos escenarios existen instituyéndolos como totalidad en la consciencia humana. Así, incluso la naturaleza terrenalísima de las palabras ha sido sometida a los escenarios de completa perplejidad ritual que Hughes describe: el verbo —ver— que el pastor invoca y del que usa como herramienta central ha opacado al resto de la andanada semántica, y el ritual que esta sostiene se ha transfigurado en un éxtasis de compromiso que sólo la acción invisible e inmóvil y restringida a los hechos de la afirmación cristiana, de la representación (y que en vorágine comienza a devorar a los presentes: el canto, las palabras que han dejado de ser palabras, la novedad de la carne que será asimilada a la tradición, la libertad, el permitido paroxismo de la nueva fe) será capaz de explicar.

Ser como Langston, un niño consciente, habría implicado en esos tiempos, como en los de hoy, estar absolutamente des-informado, desligado, desasido con respecto a los rituales conminatorios para preguntarse y explorar con legitimidad, para ofrecerse a sí mismo una respuesta poseedora de alguna mínima verosimilitud; y fue, creemos, la cicatriz del desarraigo lo que hizo a Langston despertar y mirar honestamente aquello que lo rodeaba, lo sentimos al viajar entre las páginas de la autobiografía que pronto comenzará a escribir: Hughes no apela al murmullo oblicuo, Hughes no encarna al delator cómplice de los esclavistas, Hughes no cae en el facilismo idiota y de plato bajo de la procacidad, hay en sus palabras una frescura universal que se apodera del lector como actor de permanencia y actualidad humana, y que al hacerlo reivindica, vivificándola con su respiración, su aliento, su propia actuación.

Primero uno, después otro, todos los niños han visto, y han dado el paso al frente que el ritual requiere para hacerse eficaz herramienta de socialización, algunos pocos han dudado durante unos minutos pero han terminado por hacer lo que la comunidad exigía que ellos hicieran, hasta que sólo permanecen inmóviles Langston y otro niño cuyo nombre ya no llegaremos a conocer, y el tiempo, imparcial, implacable, irrumpe sobre los reunidos con urgencia, las voces de las cantantes se elevan con redoblado fervor, el pastor implora al dios a quien sirve con llorosa humildad, el organista está envejeciendo más que nunca, lo que eran minutos se ha convertido en horas, la necesaria distancia ha sido abolida y Langston y el niño último que lo acompaña sienten el aliento sacrificado de ese pastor bueno que lo único que espera de ellos es que asuman sus papeles de hombre en la representación consagratoria de sus ciudadanías.

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